El Año Nuevo es posiblemente la más antigua de las celebraciones religiosas conocidas; se festejaba hace 6.000 años en Babilonia, capital de una civilización que floreció en la Mesopotamia del Oriente Medio, entre el Tigris y el Eufrates, actual territorio de la devastada república de Iraq.
Para algunos historiadores, por entonces no había aún calendario, lo que por lo menos ofrece dudas, y se tomaba como ciclo anual el tiempo que transcurría entre la siembra y la cosecha.
El año comenzaba el 25 de marzo, inicio de la primavera en el hemisferio Norte, día del equinoccio vernal, y daba lugar a una fiesta popular que duraba 11 días, tan intensa y general que haría palidecer a cualquiera que podamos compararle en nuestro tiempo.
La fiesta de hace seis milenios la iniciaba un sacerdote que debía levantarse dos horas antes del alba y ofrecer al dios de la agricultura, el toro Marduk, un himno en que le pedía otro ciclo de cosechas abundantes.
Se pasaba la grupa de un carnero decapitado por los muros del templo, a fin de absorber todo contagio que pudiera infestar el edificio sagrado, y por consecuencia la cosecha venidera.
Esta ceremonia babilónica se llamaba Kuppuru, palabra de la que deriva la que todavía hoy usan los judíos para su día de la Reparación, el Yom Kippur.
Enero, mes en que comienza actualmente el año, es desde los puntos de vista astronómico y agrícola, el peor para comenzar el ciclo anual. El sol no se encuentra en un lugar adecuado del cielo, a diferencia de lo que ocurre en los equinoccios de primavera y otoño y en los solsticios de invierno y verano, los cuatro acontecimientos astronómicos vinculados con el sol que ponen fin a las estaciones.
El traslado de este día sagrado, el equinoccio de primavera, se inició con los romanos, cuando ya el sentido original de las fiestas estaba oscurecido y se atendían más bien cuestiones dinásticas y burocráticas.
Según su antiguo calendario, los romanos consideraban el 25 de marzo, comienzo de la primavera, el primer día del año. Sin embargo, los emperadores y los altos funcionarios alteraron repetidamente la longitud de meses y años para ampliar el tiempo de sus mandatos.
Las fechas del calendario guardaban tan poca sincronización con los hitos astronómicos en el año 153 a.C., que para fijar con seguridad numerosas ocasiones de tipo público el Senado romano declaró el 1 de enero primer día del año.
A continuación se produjeron nuevas alteraciones de fechas, y para iniciar de nuevo el calendario el 1 de enero, en el año 46 a.C. Julio César, que consultó al astrónomo alejandrino Sosígenes, tuvo que prolongar el año hasta 445 días, por lo que se conoce en la historia como “Año de la Gran Confusión”, denominación que ilustra sobre lo que debió acontecer con motivo de la interpolación.
El nuevo calendario creado por César fue llamado, en su honor, calendario juliano, que con ligeras modificaciones continúa usándose en casi todas las naciones. Prescindió por completo de la Luna y adoptó para la duración verdadera del año solar la de 365,25 días, que se denominó “año juliano”.
Después de la conversión de Roma al cristianismo en el siglo IV, los emperadores siguieron organizando celebraciones de Año Nuevo. Sin embargo, la naciente iglesia abolió todas las prácticas paganas y por tanto condenó estas festividades como escandalosas y prohibió a los cristianos participar de ellas.
A medida que la iglesia consiguió conversos y poder, planificó estratégicamente sus propias fiestas para competir con las paganas, en muchas ocasiones aprovechándose de su popularidad.
Para rivalizar con la fiesta de Año Nuevo, el 1 de enero, la Iglesia estableció su propia festividad en la misma fecha, la Circuncisión del Señor, que todavía observan católicos, luteranos, episcopalianos y numerosas iglesias ortodoxas de Oriente, aunque es incomparablemente menos popular que el Año Nuevo.
Durante la Edad Media, la iglesia se mantuvo tan hostil al antiguo Año Nuevo pagano, que en las ciudades y países predominantemente católicos esta celebración desapareció por completo. Pero periódicamente volvía a resurgir, aunque era de nuevo relegada al olvido en poco tiempo y casi en todas partes.
En cierta época, durante la Baja Edad Media, desde el siglo XI al XIII, los británicos celebraban el Año Nuevo el 25 de marzo, los franceses el domingo de Pascua, y los italianos el día de Navidad, que era entonces el 15 de diciembre; sólo en la península Ibérica se observaba el 1 de enero.
La aceptación general de esta fecha sólo data de los últimos 400 años.
La Nochevieja
Desde tiempos muy antiguos, la Nochevieja, la del 31 de diciembre, ha sido la más bulliciosa de las noches.
Para los antiguos agricultores europeos, los espíritus que destruían las cosechas por medio de enfermedades eran barridos durante la noche que precedía al Año Nuevo, con un gran concierto de cuernos y tambores.
Siguiendo al taoísmo, en la China los principios esenciales o del Cielo (el Yang), confrontaban anualmente con los principios sustanciales o de la Tierra (el Yin), en una noche mágica en que la gente se congregaba para hacer sonar platillos y detonar petardos.
En Norteamérica fueron los holandeses en el siglo XVII, en su colonia de Nueva Amsterdam (hoy Nueva York), quienes originaron las modernas celebraciones de la Nochevieja, aunque es posible que los indios nativos de esas tierras les hubieran dado un ruidoso ejemplo en este sentido, y con ello hubieran allanado el camino.
Mucho antes de que llegaran los colonos al Nuevo Mundo, la fiesta de Nochevieja era observada por los indios iroqueses, que la relacionaban con la cosecha del maíz.
Reuniendo ropas viejas, útiles caseros de madera, maíz y otros cereales los indios entregaban sus pertenencias a la voracidad impersonal del fuego en una gran hoguera, con lo que significaban el comienzo de una vida nueva en un Año Nuevo.
Era una costumbre antigua de significado tan claro que los eruditos de épocas muy posteriores no tuvieron que especular sobre él.
Los colonos norteamericanos presenciaron la anárquica celebración anual de la Nochevieja por los indios, y su conducta no fue mucho más austera, si bien la escasez de ropas, muebles v comida les impedía encender hogueras.
En la Nochevieja de 1775, los festejos que se celebraron en la ciudad de Nueva York fueron tan ruidosos que, dos meses más tarde, las autoridades prohibieron los petardos, las bombas de fabricación casera y el uso de las armas de fuego personales para conmemorar los futuros comienzos del Año Nuevo.
El bebé del Año Nuevo
La idea de utilizar un recién nacido para simbolizar el comienzo de un nuevo ciclo está documentada por primera vez en la antigua Grecia alrededor del año 600 a.C.
En las orgías dionisíacas era costumbre hacer desfilar, como homenaje a Dionysos, un bebé en un cesto de juncos, que representaba el renacimiento anual del dios como espíritu de la fertilidad.
En Egipto se efectuaba una ceremonia similar representada en la tapa de un sarcófago que hoy se encuentra en un museo británico.
Dos hombres, uno de ellos viejo y con barba y el otro en el apogeo de su juventud, aparecen en él portadores de un bebé en un cesto de mimbre.
Tan corriente era el símbolo del bebé del Año Nuevo en tiempos de los griegos, egipcios y romanos, que la primitiva iglesia católica, tras no poca resistencia, permitió finalmente a sus miembros utilizarlo en celebraciones, con tal de que quienes participaban admitieran que el bebé no era un símbolo pagano, sino una efigie del Niño Jesús.
La moderna imagen de un bebé en pañales y con el número del año en el pecho se originó en Alemania, en el siglo XIV, y apareció sucesivamente en ilustraciones y en canciones de cada época.
Algunas costumbres de Año Nuevo
En algunos lugares, como España, el comienzo del año se festeja con la tradición de las 12 uvas: en el sitio que ocupa cada comensal se coloca previamente un pequeño frutero con 12 uvas y, de acuerdo con el ritual, se debe comer una uva por cada una de las 12 campanadas del reloj.
El significado de este ritual se relaciona con las aspiraciones y anhelos de cada participante y con el deseo expreso de que se conviertan en realidad. A continuación, se sigue con costumbres más habituales: comienzan los brindis, se exponen los buenos propósitos de alcanzar alguna meta específica hasta que, entonces sí, se disfruta de la cena de fin de año. Aflora así la añoranza intemporal de un año que termina y la esperanza de alcanzar mayor éxito durante el año que comienza.
Todos los pueblos del mundo supieron desde siempre que transcurrido cierto tiempo las estaciones solares repetían su curso. Los cultivos volvían a crecer y las lluvias retornaban para regar las semillas. Así, el hombre supo que todo regresa a su punto inicial y de él parte un ciclo nuevo, la renovación de la que el Año Nuevo es símbolo todavía hoy.
Los babilonios vieron en esta repetición de las estaciones un motivo digno de celebrar e instauraron un ciclo festivo que dejaría corta la juerga más extrema de nuestra época: eran 11 días de celebración que comenzaban cuando la primavera ensayaba sus primeros rubores en los jardines colgantes de Babilonia.
Los egipcios también recibían con algarabía las señales que preludiaban el nuevo año. Su rostro se tornaba festivo cuando llegaba el ansiado momento en que el Nilo empezaba a crecer y el caudal se hacía propicio para la siembra. Entonces, la tierra era labrada con confianza en los tiempos venideros.
Desde siempre, el nuevo año ha significado el festejo de un triunfo virtual, una victoria que se desea pero aún no ha ocurrido, un elogio a la esperanza que se renueva cada 365 días.
En Alemania indagan el destino mediante la ceremonia del “Bleigiessen” (fundición del plomo). Este ritual consiste en develar los misterios del futuro con una barra de plomo.
El metal se pasa por una soldadora, se funde y las gotas plateadas se vierten en un vaso cuando el alba empieza a despuntar. El plomo líquido se vuelve sólido nuevamente al enfriarse y toma formas extrañas que – para la imaginación germánica- pueden mostrar lo que deparará el mañana.
Los escoceses festejan el Hogmanay. El procedimiento es sencillo: se busca un barril de madera, se le prende fuego y se lo echa a rodar por las calles. Según dicen, es para permitir el paso del nuevo año. Además, después de medianoche, llega el momento de presentar su “primer pie”.
A esa hora van a visitar a sus allegados para desearles feliz año nuevo y les ofrecen un trago de whisky y un pedazo de pastel de avena.
Los más viejos se quedan y esperan que el “primer pie” en sus casas sea el de una persona bella y alta y, sobre todo, de cabello negro (que trae suerte).
En Rumania las mujeres solteras suelen caminar hacia un pozo, encender una vela y mirar hacia abajo. El reflejo de la llama dibujará en las oscuras profundidades del agua el rostro de su futuro esposo.
Las que se quedan en sus casas toman una rama de albahaca y la colocan bajo la almohada: el sueño de esa noche tendrá como protagonista al hombre que las espera.
Umbanda es una religión practicada en el Brasil, fruto de una mezcla de ritos africanos y que genera la fiesta de Iemanja. Las playas se llenan de gente y los cantos religiosos inician la ceremonia en honor a Iemanja. Incluso los que viven retirados en el campo viajan hacia la costa para realizar ofrendas al mar, que la mayoría de las veces son flores en pequeños barcos de madera.
Los participantes llevan trajes de colores diferentes cada año (en función del santo que “gobernará” durante esa nueva etapa), bailan y cantan. Le rezan a la santa y piden deseos.
En las Bahamas la fiesta del Junkanoo se remonta a los siglos XVI o XVII y tiene lugar en honor a John Canoe. Este propietario de plantaciones permitía a sus esclavos tomarse algunos días para la Navidad.
Ellos festejaban con danza y música africanas. Esta celebración hoy en día se ha convertido en un gran desfile formal y organizado, con disfraces sofisticados y músicas con mucho ritmo.
Se realiza un cortejo de bailarines enmascarados en trajes coloridos y luminosos. Por grupo, los participantes eligen un tema y confeccionan sus trajes en función del tema retenido. Pero un solo grupo gana y es premiado al final de la ceremonia.
El calendario
Celebrar la llegada de un nuevo año es simple: basta con sincronizar los relojes, esperar hasta las 12 y levantar las copas. Pero definir ese preciso instante llevó miles de años y la tarea todavía no está completa.
Ante el primer intento de organizar el tiempo, los puntos de referencia más evidentes fueron los movimientos cíclicos de la Luna y el Sol. Así nacieron los conceptos de día, mes y año.
El año solar no contiene un número exacto de meses lunares ni un número entero de días. Lo mismo ocurre con el mes lunar, que tampoco tiene un número entero de días. Concretamente, el año solar tiene 365 días, cinco horas, 48 minutos y algunos segundos más; el mes lunar tiene 27 días, siete horas, 43 minutos y varios segundos.
El problema era entonces cómo hacer encajar los días en los meses y los meses en los años, más o menos con la misma exactitud con la que los segundos calzan en los minutos y éstos en las horas.
Si bien algunos pueblos de Oriente y de Medio Oriente encontraron sus propias soluciones (algunas de las cuales mantienen vigencia hoy en día), por presión cultural y religiosa fue el calendario occidental el que se impuso en todo el mundo.
Las raíces más próximas del calendario occidental pueden buscarse en el quinto rey de Roma, el etrusco Tarquinio Priscio, quien diseñó un calendario de 12 meses, uno de 28 días (febrero), cuatro de 31 días (marzo, abril, quintilis -julio- y octubre), y siete de 29 días (enero, abril, junio, sextilis -agosto-, septiembre, noviembre y diciembre).
Como esto sumaba 355 días, cada dos años se agregaba un mes adicional, “intercalans”, que tenía 22 ó 23 días y que comenzaba después del 23 de febrero.
El año comenzaba el 1º de marzo y los agregados se hacían en febrero porque era el último mes del año. Esto explica la etimología de nuestros meses actuales: septiembre, octubre, noviembre y diciembre eran efectivamente el séptimo, octavo, noveno y décimo mes del año.
La intercalación del mes adicional correspondía a los sacerdotes, que por desidia o conveniencia hacían su trabajo irregularmente con los consiguientes desfases.
A lo largo de los siglos se intentaron modificaciones a este calendario para mejorar los complicados desajustes entre la necesidad de imponer una regularidad arbitraria y las imperfecciones del tiempo real.
Hacia el siglo XVI el Papa Gregorio XIII requirió los auxilios del astrónomo y físico Luigi Lilio. El calendario por él definido se denominó gregoriano y es el que nos rige actualmente. Pero su adopción por todos los países fue más lenta que lo que podría pensarse.
Si bien naciones católicas como Francia, Italia, Luxemburgo, Portugal y España lo aceptaron de inmediato (en 1582), otros, como Grecia, recién lo hicieron en 1923.
Cuando el Reino Unido decidió acomodarse a este ordenamiento en 1752 y borrar 11 días excedentes (según la recomendación de Lilio), la gente se amotinó en las calles para que se le devolviera la vida perdida.
A pesar de todo, los problemas del calendario hoy todavía no han terminado y en las Naciones Unidas se acumulan más de un centenar y medio de proyectos para reemplazar el calendario gregoriano. Las principales objeciones son de tipo administrativo y financiero.
Los meses actuales tienen gran cantidad de días diferentes, empiezan en cualquier día de la semana y pueden tener cuatro o cinco domingos. Todo esto provoca desórdenes en ciertas planificaciones y es por ello que la definición del calendario que hoy se conoce quizás no sea igual a la que exista dentro de algunos años.
(La primera parte está basada en el libro “Las cosas nuestras de cada día” de Charles Panati) (AIM)